jueves, 15 de julio de 2010

El ecumenismo de Ratzinger

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ecumenismo

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Son tiempos de cambios también para el ecumenismo en la Iglesia Católica. Hace pocos días, Benedicto XVI aceptó la renuncia del cardenal Kasper al cargo de Presidente del dicasterio encargado de la unidad de los cristianos y nombró en su lugar a Mons. Koch, que se convirtió así en el primer responsable del ecumenismo de este pontificado elegido directamente por el Papa Ratzinger (el cardenal Kasper, en efecto, había sido nombrado por el anterior Pontífice).


La llegada de un nuevo Presidente a este dicasterio traerá consigo, muy probablemente, un progresivo cambio en las líneas de actuación, seguramente más adaptadas a la visión del Pontífice sobre esta importante dimensión de la vida de la Iglesia, un “compromiso prioritario” desde el mismo inicio de su pontificado.


Para conocer más de cerca la visión del Pontífice sobre el tema resulta particularmente valiosa una extensa entrevista que el entonces Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe concedió, en septiembre del 2000, al periódico alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung, luego de las fuertes polémicas surgidas con ocasión de la publicación de la Declaración Dominus Iesus, un documento que encontró en desacuerdo, precisamente, a los cardenales Ratzinger y Kasper. Ofrecemos ahora nuestra traducción de esta interesante y actual entrevista.

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Señor Cardenal, ¿usted está a la cabeza de una estructura en la cual “existen tendencias a la ideologización y a la penetración excesiva de elementos de fe extranjeros y fundamentalistas”? La acusación está contenida en una declaración difundida la semana pasada por la sesión alemana de la Sociedad Europea para la Teología Católica.


Debo confesar que estoy muy cansado de este tipo de declaraciones. Conozco de memoria desde hace mucho tiempo este vocabulario, en el cual los conceptos de fundamentalismo, centralismo romano y absolutismo no faltan nunca. Ciertas declaraciones podría formularlas sólo, sin esperar a recibirlas, porque se repiten siempre, independientemente del argumento que se trate. Me pregunto por qué motivo no inventan algo nuevo…

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¿Está diciendo que las críticas son falsas porque se repiten muy a menudo?


No. Sólo que, en este tipo de crítica predefinida, falta el tratamiento de los diversos argumentos. Algunos son críticos con mucha facilidad porque consideran todo lo que viene de Roma desde el punto de vista de la política y del reparto de poder, y no afrontan los contenidos.

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En efecto, el contenido es bastante explosivo. ¿Se asombra realmente de que un documento, en el que se pretende que sólo el cristianismo es depositario de la verdad y en el que a anglicanos y protestantes se les desconoce el status eclesial, encuentre tanta oposición?


En primer lugar, deseo expresar mi tristeza y mi desilusión por el hecho de que las reacciones públicas, salvo algunas honrosas excepciones, han ignorado por completo el tema auténtico de la declaración. El documento comienza con las palabras “Dominus Iesus”; se trata de la breve fórmula de fe contenida en 1 Cor. 12,3, en la que Pablo resumió la esencia del cristianismo: Jesús es el Señor. Con esta declaración, cuya redacción siguió fase por fase con mucha atención, el Papa ha querido ofrecer un gran y solemne reconocimiento de Jesucristo como Señor en el momento culminante del Año Santo, llevando así con firmeza lo esencial al centro de este acontecimiento, siempre sujeto a exteriorizaciones.

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El resentimiento de muchos concierne precisamente a esta “firmeza”. En el momento culminante del Año Santo, ¿no hubiera sido más oportuno enviar una señal a las otras religiones en lugar de autoconfirmar la propia fe?


Al comienzo de este milenio, nos encontramos en una situación similar a la descrita por Juan al final del sexto capítulo de su Evangelio: Jesús había explicado claramente su naturaleza divina en la institución de la Eucaristía. En el versículo 66 leemos: “Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo”.


Actualmente, en los discursos generales, la fe en Cristo corre el riesgo de esconderse y de perderse en charlatanerías. Con este documento, el Santo Padre, como Sucesor del Apóstol Pedro, ha querido decir: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn. 6, 68-69). El documento quiere ser una invitación a todos los cristianos a abrirse nuevamente al reconocimiento de Jesucristo como Señor y a conferir así al Año Santo un significado profundo.


Me ha agradado que el Presidente de las Iglesias protestantes de Alemania, Kock, en su reacción, por otro lado muy compuesta, haya reconocido este elemento importante del texto y lo haya comparado con la Declaración de Barmen, con la cual en 1934 la “Bekennende Kirche”, en sus inicios, rechazó la Iglesia del Reich creada por Hitler.


También el profesor Jüngel de Tubinga encontró en este texto – a pesar de sus reservas sobre la parte eclesiológica – un aliento apostólico, similar a la Declaración de Barmen. Además, el Primado de la Iglesia anglicana, el Arzobispo Carey, manifestó su decidido y agradecido apoyo al auténtico tema de la declaración. ¿Por qué la mayor parte de los comentadores, en cambio, no lo tiene en cuenta? Agradecería con gusto una respuesta.

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El elemento detonador de carácter político-eclesiástico está contenido en la sección del documento relativa al ecumenismo. Por la parte evangélica se ha pronunciado Eberhard Jüngel, afirmando que el documento deja de lado el hecho de que todas las Iglesias “a su manera” quieren ser lo que de hecho son: “Iglesia una, santa, católica, apostólica”. Por lo tanto, ¿la Iglesia Católica se ilusiona cuando pretende tener la exclusividad desde el momento en que, según Jüngel, comparte estos derechos con las otras Iglesias?


Las cuestiones eclesiológicas y ecuménicas, de las cuales ahora todos hablan, ocupan sólo una pequeña parte del documento, que nos pareció necesario redactar para subrayar la presencia viva y concreta de Cristo en la historia. Me asombra que Jüngel diga que la Iglesia una, santa, católica y apostólica está presente en todas las Iglesias a su manera y con esto (si entendí bien) considera resuelta la cuestión de la unidad de la Iglesia. ¡Estas numerosas “Iglesias”, sin embargo, se contradicen! Si todas son Iglesia “a su manera”, entonces esta Iglesia es un conjunto de contradicciones y no está en condiciones de ofrecer indicaciones claras a los hombres.

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¿Pero de esta imposibilidad normativa deriva también una imposibilidad efectiva?


Que todas las comunidades eclesiales existentes recurran al mismo concepto de Iglesia me parece contrario a su conciencia de sí mismas. Lutero consideraba que la Iglesia en sentido teológico y espiritual no podía encarnarse en la gran estructura institucional de la Iglesia católica, a la que más bien consideraba un instrumento del Anticristo. Según su visión, la Iglesia estaba presente allí donde la Palabra era anunciada correctamente y los sacramentos eran administrados del modo correcto.


Lutero mismo consideró imposible considerar Iglesia a las Iglesias locales sometidas a los príncipes: eran instituciones externas de asistencia seguramente necesarias pero no Iglesia en sentido teológico. ¿Y quién diría hoy que estructuras surgidas por casualidades históricas, por ejemplo la Iglesia de Hessen-Waldeck o de Schaumburg-Lippe, son Iglesias en el mismo modo en que la Iglesia católica considera serlo? Es claro que la Unión de las Iglesias luteranas en Alemania (VELKD) y la Unión de las Iglesias protestantes en Alemania (EKD) no quieren ser “Iglesia”. Ante un examen realista, es claro que la realidad de la Iglesia para los protestantes reside en otro lado y no en las instituciones llamadas Iglesias regionales. Es esto lo que debería haberse discutido.

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El hecho es que ahora la parte evangélica considera una ofensa la definición “comunidad eclesial”. Las duras reacciones a su documento son una demostración clara de esto.


La pretensión de nuestros amigos luteranos me parece francamente absurda, es decir, que nosotros consideremos estas estructuras surgidas por casualidades históricas como Iglesia en el mismo modo en que creemos Iglesia a la Iglesia católica, fundada sobre la sucesión de los apóstoles en el episcopado.


Sería más correcto que nuestros amigos evangélicos nos dijeran que, para ellos, la Iglesia es algo distinto, una realidad más dinámica y no tan institucionalizada, ni siquiera en la sucesión apostólica. La cuestión, entonces, no es si las Iglesias existentes son Iglesias todas del mismo modo, algo que evidentemente no es así, sino en qué consiste o no consiste la Iglesia. En este sentido, no ofendemos a nadie diciendo que las estructuras evangélicas efectivas no son Iglesia en el sentido en que la católica quiere serlo. Ellas mismas no desean serlo.

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¿Esta cuestión ha sido afrontada por el Concilio Vaticano II?


El Concilio Vaticano II ha tratado de acoger este modo diverso de determinar el lugar de la Iglesia, afirmando que las Iglesias evangélicas efectivas no son Iglesias en el mismo modo en que considera serlo la Iglesia católica, pero en ellas existen “elementos de salvación y verdad”. Es posible que el término “elementos” no sea el mejor. En todo caso, su sentido fue indicar una visión eclesiológica, para la cual la Iglesia no existe en estructuras sino en el acontecimiento de la predicación y de la administración de los sacramentos.


La manera en que ahora es conducido el debate es ciertamente equivocado. Quisiera que no fuera necesario aclarar que la Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe sólo ha retomado los textos conciliares y los documentos post-conciliares, sin agregar ni quitar nada.

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En cambio, Eberhard Jüngel ve algo diverso. El hecho de que, en su momento, el Concilio Vaticano II no habría afirmado que la única Iglesia de Cristo es exclusivamente la Iglesia católica romana suscita en Jüngel perplejidades. En la Constitución “Lumen gentium” se dice sólo que la Iglesia de Cristo “subsiste en la Iglesia católica gobernada por el Sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con Él”, no expresando con la palabra latina “subsistit” ninguna exclusividad.


Lamentablemente, una vez más, no logro seguir el razonamiento del estimado colega Jüngel. Yo estuve presente cuando, durante el Concilio Vaticano II, fue elegida la expresión “subsistit” y puedo decir que la conozco bien. Lamentablemente, en una entrevista no se puede descender a los detalles. Pío XII, en su Encíclica, había dicho: la Iglesia católica romana “es” la única Iglesia de Jesucristo. Esto parecía expresar una identidad total, por la cual fuera de la comunidad católica no había Iglesia.


Sin embargo, no es así: según la doctrina católica, compartida obviamente también por Pío XII, las Iglesias locales de la Iglesia oriental separada de Roma son auténticas Iglesias locales; las comunidades eclesiales surgidas de la Reforma están constituidas en forma diversa, como he dicho recién. En ellas la Iglesia existe en el momento en que se verifica el acontecimiento.

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¿Pero entonces no se debería decir: no existe una única Iglesia. Ella se ha disgregado en numerosos fragmentos?


En efecto, muchos contemporáneos lo consideran así. Existirían sólo fragmentos eclesiales y sería necesario buscar lo mejor de las diversas partes. Pero si fuese así, se consagraría el subjetivismo: entonces cada uno debería componerse el propio cristianismo y finalmente resultaría determinante el gusto personal.

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Tal vez es precisamente la libertad que corresponde al cristiano a interpretar tal “patchwork” también como subjetivismo o individualismo.


La Iglesia católica, al igual que la ortodoxa, está convencida de que una definición así es inconciliable con la promesa de Cristo y con la fidelidad a Él. La Iglesia de Cristo existe realmente y no en pedazos. Ella no es una utopía inalcanzable sino una realidad concreta. El “subsistit” significa precisamente esto: el Señor garantiza la existencia de la Iglesia contra todos nuestros errores y nuestros pecados que, sin duda y en forma evidente, están presentes en ella.


Con el “subsistit” se ha querido decir también que, si bien el Señor mantiene su promesa, existe una realidad eclesial incluso fuera de la comunidad católica y es precisamente esta contradicción el requerimiento más fuerte a buscar la unidad.


Si el Concilio hubiese querido decir sencillamente que la Iglesia de Jesucristo está también en la Iglesia Católica, habría dicho una banalidad. El Concilio habría entrado en neta contradicción con toda la historia de fe de la Iglesia, algo que no habría pasado por la mente de ningún Padre conciliar.

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Las argumentaciones de Jüngel son de carácter filológico y, en este sentido, considera que la interpretación de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que usted ha expuesto, es “engañosa”. De hecho, según la terminología de la Antigua Iglesia, también “subsiste” el único ser divino y no en una sola Persona sino en tres Personas. La pregunta que surge de esta reflexión es la siguiente: si, por tanto, Dios mismo “subsiste” en la diferencia entre Padre, Hijo y Espíritu Santo, y sin embargo no se separa de sí mismo, creando de este modo tres recíprocas alteridades, ¿por qué esto no valdría también para la Iglesia, que representa el “mysterium trinitatis” en el mundo?


Lamento tener que oponerme una vez más a Jüngel. En primer lugar, hay que observar que la Iglesia de Occidente, en la traducción de la fórmula trinitaria al latín, no acogió directamente la fórmula oriental, en la cual Dios es un ser en tres hipóstasis (“subsistencias”), sino que tradujo la palabra hipóstasis con el término “persona”, ya que en latín la palabra subsistencia como tal no existía y, por lo tanto, no habría sido adecuada para expresar la unidad y la diferencia entre Padre, Hijo y Espíritu Santo.


Pero, sobre todo, estoy muy decidido a luchar contra esta tendencia, cada vez más difundida, a transferir el misterio trinitario directamente a la Iglesia. No está bien. Así terminaremos por creer en tres divinidades.

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En resumen, ¿por qué no puede compararse la “alteridad” del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo con la diversidad de las comunidades eclesiales? ¿La de Jüngel no es una fórmula fascinante y llena de armonía?


Entre las comunidades eclesiales existen muchos contrastes, ¡y qué contrastes! Las tres “Personas” constituyen un solo Dios en una unidad auténtica y suma. Cuando los Padres conciliares sustituyeron la palabra “es” con la palabra “subsistit” lo hicieron con un objetivo bien preciso. El concepto expresado por “es” (ser) es más amplio que el expresado con “subsistir”. “Subsistir” es un modo bien preciso de ser, es decir, ser como sujeto que existe en sí mismo.


Los Padres conciliares, por lo tanto, querían decir que el ser de la Iglesia en cuanto tal es una entidad más amplia que la Iglesia católica romana, pero en esta última adquiere, de manera incomparable, el carácter de sujeto verdadero y propio.

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Demos un paso atrás. Impresiona la curiosa semántica expresada a veces en los documentos eclesiales. Usted mismo ha evidenciado que la expresión “elementos de verdad”, que es central en el debate actual, no es precisamente feliz. La expresión “elementos de verdad”, ¿no refleja, tal vez, una suerte de concepto químico de verdad, la verdad como sistema periódico de los elementos? Es decir, la idea de poder separar mediante teoremas la verdad de la falsedad o de la verdad parcial, ¿no tiene algo de prepotente, desde el momento en que ciertos teoremas pretenden reducir la compleja realidad de Dios a un modelo diseñado con compás?


La constitución eclesial del Concilio Vaticano II habla de “muchos elementos de santificación y de verdad”, que se encuentran fuera del organismo visible de la Iglesia (Lumen gentium, 8); el decreto sobre el ecumenismo enumera algunos de estos elementos: “la Palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad, y algunos dones interiores del Espíritu Santo y elementos visibles” (Unitatis redintegratio, 3). Tal vez existe un término mejor que “elementos”, pero el significado real es claro: la vida de la fe, al servicio de la cual está la Iglesia, es una estructura múltiple y allí se pueden distinguir diversos elementos que están dentro o también fuera de ella.

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No obstante, ¿no debe sorprender que se quiera hacer inteligible mediante teoremas un fenómeno como el de la fe religiosa, que escapa a la verificabilidad empírica?


En lo que concierne a la fe y su ser comprensible a través de teoremas, se distorsiona el Dogma si se lo considera una colección de teoremas: el contenido de la fe se expresa en su profesión, que encuentra su momento privilegiado en la administración del Sacramento del Bautismo y que, por tanto, es parte de un proceso existencial. Es la expresión de una nueva orientación de la existencia que, sin embargo, no nos la ofrecemos nosotros mismos sino que la recibimos como don. Esta nueva orientación de la existencia significa, al mismo tiempo, salir de nuestro yo y de nuestro individualismo y entrar en aquella comunidad de fieles que se llama Iglesia. El punto central de la fórmula del Bautismo es el reconocimiento del Dios trinitario. Todos los dogmas sucesivos no son más que la precisión de esta profesión y sirven para que su orientación de fondo, el don de sí al Dios viviente, permanezca inalterado. Sólo cuando se interpreta el dogma de este modo, se lo comprende en forma correcta.

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¿Esto significa que, desde esta perspectiva espiritual, ya no importa el contenido de la fe?


No, la fe cristiana tiene una certeza de contenidos. No es una inmersión en una dimensión mística inexpresable, en la cual no se llega nunca a los contenidos. Dios, en quien el cristiano cree, nos ha mostrado su rostro y su corazón en Jesucristo: se ha revelado a nosotros. Como dijo san Pablo, esta concreción de Dios era ya un escándalo para los griegos y naturalmente lo es todavía hoy. Esto es inevitable.

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Sorprende también la facilidad con que, precisamente en ámbitos eclesiales, se tiende a mostrarse “heridos” o “llenos de dolor” frente a definiciones del contenido de la fe. Usted, ¿cómo explica tal moralización del enfrentamiento intelectual, que ya parece una constante para los teólogos?


No es sólo una moralización sino también una politización: el Magisterio es considerado como un poder al que hay que contraponer otro poder. Ya en el siglo pasado, Ignaz Döllinger había expresado la idea de que, en la Iglesia, al Magisterio debería oponerse la opinión pública, y que en ella los teólogos debían desarrollar un rol determinante. Sin embargo, entonces, los creyentes se alejaron en masa de las posiciones de Döllinger y sostuvieron el Concilio Vaticano I.


Considero que la dureza de ciertas reacciones se explica también así, por el hecho de que los teólogos se sienten amenazados en su libertad académica y quieren intervenir en defensa de su misión intelectual. Naturalmente, un rol determinante lo tiene también el clima alimentado por la cultura secural, que puede estar más de acuerdo con el protestantismo que con la Iglesia católica.

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Noto una cierta ironía cuando habla de misión intelectual de los teólogos. ¿Y la libertad académica de los teólogos católicos? La insistencia en una eclesialidad de la teología fiel a la doctrina, ¿no es, tal vez, un condicionamiento? Y en la concesión de la licencia de enseñar la doctrina eclesial (nihil obstat), ¿no falta a menudo transparencia?



Para la teología, adherir a la fe de la Iglesia no es un sometimiento a condiciones extrañas a la teología. La teología está, por naturaleza, dirigida a comprender la fe de la Iglesia, que es el presupuesto de su existencia. Además, en algunos casos también los responsables eclesiales evangélicos han debido quitar la misión de enseñar a académicos porque habían abandonado los fundamentos de su misión.

Respecto a nosotros y al nihil obstat, debemos recordar en primer lugar que una cátedra no es un derecho para nadie. Las facultades de teología no están obligadas a comunicar a cada candidato el motivo por el que no ha sido elegido, ni a motivar su decisión. Comunicamos a nuestros Obispos por qué motivo, según nuestro criterio, no se puede conceder el nihil obstat a un cierto candidato y corresponde luego al Obispo decidir cómo comunicarlo. En cierta número de casos, se inició un intercambio epistolar con los candidatos cuyas explicaciones a menudo han hecho posible cambiar la decisión de negativa a positiva.

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La crítica de Peter Hünerman se centra en lo siguiente: por medio del refuerzo de la obligación del juramento de fidelidad, se exige que los teólogos y el clero consideren válidas incluso aquellas enseñanzas vinculadas sólo de forma indirecta a la verdad de fe revelada pero no explícitamente reveladas.


Ya afronté, de manera particularizada, las falsas informaciones que existen al respecto en dos intervenciones mías en la “Stimmen der Zeit” en 1999, y una contribución mía contenida en el libro de Wolfgang Beinert, publicado en ese mismo año, "Gott - ratlos vor dem Bösen?". Por eso, seré breve. Hünermann dirige su crítica contra el así llamado segundo nivel de la profesión de fe, que distingue la enseñanza válida y vinculada indisolublemente a la Revelación, de la Revelación propiamente dicha.


Es absolutamente falso afirmar que los Padres del primer y del segundo Concilio Vaticano habrían rechazado expresamente esta distinción. En cambio, es cierto precisamente lo contrario. El concepto de Revelación ha sido reelaborado al comienzo de la edad moderna con el desarrollo del pensamiento histórico. Se comenzó a distinguir entre aquello que había sido efectivamente revelado y aquello que se derivaba de la Revelación, que no estaba separado de ésta última pero que tampoco estaba directamente contenido en ella.


Tal historización del concepto de Revelación nunca existió en la Edad Media. Esta separación entre los dos planos asumió forma conceptual en el Concilio Vaticano I, mediante la distinción entre “credenda” (lo que hay que creer) y “tenenda” (a lo que hay que atenerse). El arzobispo Pilarczyk de Cincinnati explicó poco tiempo atrás este concepto en el documento “Papers from Vallembrosa Meeting" (2000).


Además, basta hojear cualquier libro de teología del período preconciliar para ver que está escrito precisamente esto, aún si los detalles de la elaboración del segundo nivel siguieron siendo motivo de discusión y lo son todavía hoy. El Concilio Vaticano II, naturalmente, acogió la distinción formulada por el Concilio Vaticano I y la reforzó. No logro entender cómo se puede afirmar lo contrario.

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El culmen de la crítica no se refiere tanto a distinciones como estas sino, más bien, a la reivindicación de la suma autoridad magisterial en enseñanzas que gozan sólo del status de “teológicamente bien fundadas”, en las cuales, a pesar de su buena base, existen aún objeciones que no han sido completamente resueltas.


Naturalmente, por enseñanzas a las que hay que atenerse (“tenenda”) se intenta decir algo más que “teológicamente bien fundadas”; éstas últimas, en realidad, son mudables. La literatura pone entre estas “tenenda” las importantes enseñanzas morales de la Iglesia (por ejemplo, el rechazo de la eutanasia, del suicidio asistido), los así llamados hechos dogmáticos (por ejemplo, que los Obispos de Roma son los Sucesores de Pedro, la legitimidad de los Concilios ecuménicos, etc.).

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Volvamos una vez más al discutido documento de su Congregación. Con frecuencia se reprocha a la declaración “Dominus Iesus”, más que una falta en los contenidos, una forma poco diplomática que irrita a los interlocutores de las otras religiones y confesiones. El Cardenal de Berlín, Sterzinsky, ha declarado que en la formación teológica se requiere no olvidar en los sermones el “cuándo, cómo y dónde”. En los documentos romanos, en cambio, parece que esto ha sido olvidado. Y el Obispo de Maguncia, Lehmann, afirmó que habría deseado “un texto redactado en el estilo de los grandes textos conciliares” y se preguntó hasta qué punto la Congregación para la Doctrina de la Fe ha colaborado con las otras autoridades curiales en la formulación del documento. Al respecto, hace referencia al Consejo para el Diálogo con las Religiones no cristianas y al Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos.


Respecto a la colaboración con las otras autoridades curiales, el Presidente y el Secretario del Consejo para la Unidad, el Cardenal Cassidy y el Obispo Kasper, son miembros de nuestra Congregación, al igual que el Presidente de la Consejo para el Diálogo con las Religiones, el Cardenal Arinze. Todos ellos tienen voz en la Congregación como yo. El Prefecto, de hecho, es sólo el primero entre pares y tiene la responsabilidad del desarrollo ordenado del trabajo.


Los tres miembros de la Congregación que acabo de nombrar participaron activamente en la preparación del documento que varias veces fue presentado en la reunión ordinaria de los Cardenales y una vez en la reunión plenaria, en la que participan todos nuestros miembros extranjeros.


Lamentablemente, el Cardenal Cassidy y el Obispo Kasper, a causa de compromisos concomitantes, no han podido participar en algunas reuniones, cuyas fechas habían sido comunicadas con mucha anticipación. Sin embargo, han recibido toda la documentación y han sido comunicados sus votos escritos detallados a los participantes, y discutidos profundamente.

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¿Han encontrado acogida?


Casi todoas las propuestas de las dos personas en cuestión han sido acogidas porque naturalmente, en el tratamiento de esta materia, para nosotros era muy importante la opinión del Pontificio Consejo para la Unidad. Además, puedo comprender perfectamente que los obispos alemanes sean particularmente sensibles a las dificultades que surgen del contexto de nuestro país. Sin embargo, existe también


Por ejemplo, precisamente en estos días, mientras volvía a casa, me encontré con dos hombres jóvenes que vinieron hacia mí y me dijeron: “Somos misioneros en África. ¡Por cuánto tiempo hemos esperado estas palabras! Encontramos dificultades constantes y los misioneros disminuyen cada vez más”. La gratitud de estas dos personas, que están en primera línea en la predicación del Evangelio, me ha conmovido profundamente. Y esta es sólo una de las muchas reacciones de este tipo. La verdad siempre produce fastidio y nunca es cómoda. Las palabras de Jesús son a menudo terriblemente duras y formuladas sin tanta astucia diplomática.


Walter Kasper dijo con razón que el malestar suscitado por el documento esconde un problema de comunicación porque el lenguaje doctrinal clásico, así como es utilizado en nuestro documento por continuidad con los textos del Concilio Vaticano II, es completamente diverso del de los periódicos y de los medios de comunicación social. Pero entonces, el texto debe ser traducido, no despreciado.

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En el debate sobre el Documento de su Congregación, se ha planteado nuevamente la cuestión de las posibilidades y los límites del ecumenismo. Los problemas vinculados al proyecto ecuménico no conciernen sólo a la existencia de una tendencia a difuminar lo que divide y a no tomar en serio las exigencias irrenunciables de ambas partes. Ya quince años atrás, en una contribución contenida en la “Theologische Quartalschrift”, usted había advertido contra el considerar “el ecumenismo como una tarea diplomático de naturaleza política” y, en este sentido, había criticado “el ecumenismo de negociación” del primer período post-conciliar. ¿Qué quería decir?


En primer lugar, distinguiría el diálogo teológico de la negociación de tipo político o económico. En el diálogo teológico no se trata de encontrar lo aceptable y finalmente lo conveniente para ambas partes, sino de descubrir profundas convergencias detrás de formas lingüísticas distintas y de aprender a distinguir entre lo que está vinculado a un determinado período histórico y lo que, en cambio, es fundamental. Esto es posible, sobre todo, cuando el contexto de la experiencia de Dios y de sí mismo ha cambiado y, por lo tanto, la lengua puede ser afrontada con cierta distancia y pueden surgir intuiciones fundamentales detrás de las pasiones que dividen.


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¿Puede dar un ejemplo?


En la doctrina de la justificación esto es evidente: la experiencia religiosa de Lutero estaba esencialmente condicionada por el difícil aspecto de la cólera de Dios y del deseo de la certeza del perdón y de la salvación. Sin embargo, la experiencia de la cólera de Dios se ha perdido totalmente en nuestra época y la idea de que Dios no puede condenar a nadie se ha hecho general entre los cristianos.


En un contexto tan diferente se podían buscar los puntos comunes a las dos partes partiendo de la Biblia, que es nuestro fundamento común. Por eso, no puedo encontrar ninguna contradicción entre la “Dominus Iesus”, que sólo repite las ideas centrales del Concilio, y el acuerdo sobre la justificación. Es importante que el diálogo se desarrolle con mucha paciencia, con mucho respeto y, sobre todo, con honestidad total. El desafío agnóstico, dirigido a todos nosotros, debe llevarnos a abandonar los prejuicios de tipo histórico y llegar a lo central.


Por ejemplo, volviendo a un momento precedente de nuestro diálogo, ser honestos es no pretender aplicar el mismo concepto de Iglesia a la Iglesia católica y a una de las Iglesias formadas según los confines de los principados del pasado.

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Entonces, después de la publicación de su Documento, ¿es todavía válida la fórmula ecuménica de la “diversidad reconciliada”?


Acepto el concepto de “diversidad reconciliada” si con esto no se entiende igualdad de contenidos y eliminación de la cuestión de la verdad con el fin de considerarnos una sola cosa, aún si creemos y enseñamos cosas diversas. En mi opinión, este concepto está bien utilizado si afirma que nosotros, a pesar de los contrastes que no nos permiten considerarnos del mismo modo fragmentos de una Iglesia de Jesucristo, que en realidad no existiría, nos encontramos en la paz de Cristo reconciliados unos con otros, es decir, cuando reconocemos nuestra división como contradicción a la voluntad del Señor y el dolor nos impulsa a buscar la unidad y a implorar al Señor, sabiendo que todos tenemos necesidad de su amor.

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Ocasionalmente se leen pasajes del Papa y también suyos que relativizan la división de la Cristiandad en un tratamiento dialéctico de la historia de la salvación. El Papa, entonces, habla de “causas metahistóricas” de la división y en su libro “Cruzando el umbral de la esperanza” se pregunta: ¿No podría suceder, pues, que las divisiones hayan sido y sean también un camino para hacer descubrir a la Iglesia las múltiples riquezas contenidas en el Evangelio de Cristo, y en la Redención realizada por Él? Quizá tales riquezas, de otro modo, no hubieran podido salir a la luz”. De este modo, la división de los cristianos parece una tarea didáctica del Espíritu Santo ya que, como dice el Papa, para el conocimiento y la acción humana es significativa también una “cierta dialéctica”. Usted mismo escribe: “Aún si las divisiones son obras humanas y culpas humanas, existe en ellas una dimensión propia de la disposición divina”. Si las cosas son así, uno puede preguntarse con qué derecho se contrasta la didáctica divina identificando la Iglesia de Cristo con la Iglesia católica romana. Las indeterminaciones conceptuales que se lamentan en el diálogo ecuménico, ¿no existen también en las especulaciones de la historia de la salvación sobre la didáctica de Dios?


Este es un argumento difícil que concierne a la libertad humana y el gobierno divino. No existen respuestas válidas en forma absoluta porque nosotros no sobrepasamos nuestro horizonte humano y, por lo tanto, no podemos develar el misterio que une estos dos elementos. Lo que usted citó del Santo Padre y de mí se podría aplicar en forma amplia a la conocida fórmula según la cual Dios escribe derecho incluso en renglones torcidos. Los renglones siguen siendo torcidos y esto significa que las divisiones tienen que ver con la culpa humana. La culpa no se vuelve algo positivo por el hecho de que de ella pueda surgir un proceso de maduración cuando se la interpreta como algo que se puede superar con la conversión y eliminar con el perdón.

Ya Pablo debió explicar a los romanos el equívoco surgido de su enseñanza sobre la gracia, según el cual, desde el momento en que el pecado produce gracia, entonces se puede permanecer tranquilos en el pecado (Rm 6, 19). El hecho de que Dios pueda transformar en bien también nuestros pecados no significa ciertamente que el pecado sea algo bueno. Y el hecho de que Dios pueda sacar frutos positivos de la división, no la transforma en algo de por sí positivo.


Las indeterminaciones conceptuales que de hecho existen se deben a lo insondable de la relación entre la libertad de pecar y la libertad de la gracia. La libertad de la gracia se muestra también en el hecho de que, por una parte, la Iglesia no se hunde ni se disgrega en fragmentos eclesiales antitéticos dentro de un sueño irrealizable. El sujeto Iglesia, por la gracia de Dios, existe y subsiste realmente en la Iglesia católica; la promesa de Cristo es la garantía de que este sujeto no será nunca destruido. Pero, por otra parte, es cierto que este sujeto está herido, en cuanto que realidades eclesiales existen y operan fuera de él. En esto se manifiesta al máximo el drama de la culpa y la paradójica amplitud de la promesa de Dios.


Si se elimina esta tensión, para acordar fórmulas claras, y se afirma que todas las comunidades eclesiales son Iglesia y que todas son, aún con sus contrastes, la Iglesia una y santa, el ecumenismo se termina porque ya no existe ningún motivo para buscar la unidad auténtica.

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La misma cuestión se plantea bajo otro aspecto: si la cuestión de la profesión religiosa tiene relación con la de la salvación personal. ¿Para qué la misión, para qué el debate sobre la “verdad”, y documentos vaticanos, si el hombre finalmente puede llegar a Dios a través de todos los caminos?


El Documento no retoma en absoluto la tesis subjetivista y relativista según la cual cada uno puede hacerse santo a su modo. Esta es una interpretación cínica, en la cual yo percibo desprecio por la cuestión de la verdad y de la ética justa. El Documento afirma, con el Concilio, que Dios da luz a cada uno. Quien busca la verdad, se encuentra objetivamente en el camino que lleva a Cristo y, con esto, también en el camino hacia la comunidad en la cual Él permanece presente en la historia, es decir, la Iglesia.


Buscar la verdad, escuchar la conciencia, purificar la propia escucha interior, son condiciones de salvación para todos. En ellas existe un vínculo íntimo y objetivo con Cristo y con la Iglesia. En este sentido se dice, entonces, que en las religiones existen ritos y oraciones que pueden asumir un rol de preparación evangélica, ocasiones o pedagogías en las que los corazones de los hombres son estimulados a abrirse a la acción de Dios.


Pero también se dice que esto no vale para todos los ritos. Existen, de hecho, algunos ritos (quien conoce un poco de Historia de las Religiones no podrá más que estar de acuerdo) que alejan al hombre de la luz. De este modo, la vigilancia y la purificación interior se obtienen mediante una vida que sigue la conciencia, que ayuda a determinar las diferencias, una apertura que finalmente significa pertenencia interior a Cristo.


Por eso, el Documento puede afirmar que la misión sigue siendo importante en cuanto ofrece aquella luz de la que los hombres tienen necesidad en su búsqueda de la verdad y del bien.

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Pero la pregunta permanece: si la salvación - con tal que, como usted dijo, se viva escuchando la propia conciencia – se puede obtener mediante todos los caminos, ¿no pierde la misión, entonces, urgencia teológica? De hecho, la tesis de la “conexión íntima y objetiva” de los caminos de salvación no católicos con Cristo, ¿qué otra cosa significa si no que Cristo mismo hace superflua la distinción entre verdad de salvación “plena” y “deficitaria” desde el momento en que Él, si está presente como instrumento de salvación, lo está siempre y lógicamente de modo pleno?


Yo no dije que la salvación se pueda obtener mediante todos los caminos. El camino de la conciencia, el tener la mirada fija en la verdad y el bien objetivo, es un camino único, aún si admite muchas formas a causa del gran número de personas y de situaciones. Sin embargo, el bien es uno y la verdad no se contradice. El hecho de que el hombre no alcance el uno o la otra no relativiza la exigencia de verdad y de bien. Por eso, no es suficiente persistir en la religión heredada sino que es necesario permanecer atentos al verdadero bien y, de este modo, ser capaces también de superar los confines de la propia religión. Esto tiene sentido sólo si existen realmente la verdad y el bien. No se podría estar en el camino de Cristo si Él no existiese. Vivir con los ojos del corazón abiertos, purificarse interiormente, buscar la luz, son condiciones indispensables para la salvación del hombre. Anunciar la verdad, es decir, dejar resplandecer la luz (“no bajo el celemín sino sobre el candelero”) es absolutamente necesario.

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Lo que irrita al protestante no es el concepto de Iglesia sino la interpretació bíblica de “Dominus Iesus”, en la que se afirma que “es necesario oponerse a la tendencia a leer e interpretar la Sagrada Escritura fuera de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia” y a “presupuestos que obstaculizan la inteligencia y la acogida de la verdad revelada”. Dice Jüngel: “La revaloración inoportuna de la autoridad del Magisterio eclesial corresponde a una igualmente inoportuna devaluación de la Autoridad de las Sagradas Escrituras”.


Gracias a quinientos años de experiencia, la exégesis moderna ha reconocido claramente, junto a la moderna literatura y filosofía del lenguaje, que la simple autointerpretación de las Escrituras y la claridad que se derivaría de ella sencillamente no existen.


En 1928, Adolf von Harnack, en su correspondencia con Eric Peterson, declaró con su típica crudeza: “El así llamado «principio formal» del viejo luteranismo es una imposibilidad crítica y, por el contrario, el católico es el mejor”. Ernst Käsernann demostró que el canon de las Sagradas Escrituras en cuanto tal no funda la unidad de la Iglesia sino la multiplicidad de las confesiones. Recientemente, uno de los exegetas evangélicos más importantes, Ulrico Luz, ha mostrado que la “sola Escritura” da lugar a todas las posibles interpretaciones. Finalmente, también en la primera generación de la Reforma se debió buscar “el centro de la Escritura” para obtener una clave de interpretación que no se lograba extrapolar del texto en cuanto tal.


Un ejemplo práctico más: en el choque con Gerd Lüdemann, un profesor que negaba la resurrección de Cristo, su divinidad, etc., se ha visto que incluso la Iglesia evangélica no puede prescindir de una suerte de Magisterio. En el desvanecimiento de los contornos de la fe en un coro de esfuerzos exegéticos antitéticos (exégesis materialista, feminista, liberacionista, etc.) parece evidente que precisamente la relación con las profesiones de fe, por lo tanto, con la tradición viva de la Iglesia, garantiza la interpretación literal de las Sagradas Escrituras, protegiéndolas del subjetivismo y conservando su originalidad y autenticidad. Por eso, el Magisterio no disminuye la autoridad de las Sagradas Escrituras sino que las protege, poniéndose en una posición inferior respecto a ellas y dejando emerger la fe que de ellas deriva.

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Como criterio decisivo para la definición de “Iglesia hermana” de la Iglesia católica romana, la Declaración de su Congregación indica la aceptación de la “sucesión apostólica”. Un protestante como Jüngel rechaza este principio considerándolo no bíblico. Para él, sucesor de los apóstoles no es el Obispo sino el Canon bíblico. Según él, quien vive según las Escrituras es sucesor de los apóstoles.


La afirmación de que el Canon sería el sucesor de los apóstoles es una exageración y mezcla cosas demasiado diversas entre ellas. El canon de la escritura ha sido encontrado por la Iglesia en un proceso que habría durado hasta el siglo V. El canon, por lo tanto, no existe sin el ministerio de los sucesores de los apóstoles y, al mismo tiempo, establece el criterio de su servicio. La palabra escrita no sustituye a los testigos vivos del mismo modo en que estos últimos no pueden sustituir a la palabra escrita. Testigos vivos y palabra escrita remiten el uno al otro.


Compartimos la estructura episcopal de la Iglesia como modo de estar en comunión con los Apóstoles, con toda la Iglesia antigua y con las Iglesias ortodoxas, y esto debería hacer reflexionar. Cuando se afirma que quien vive según las Escrituras es sucesor de los Apóstoles, no se responde a la siguiente pregunta: ¿quién decide qué significa vivir según las Escrituras y quién juzga si se vive efectivamente según las Escrituras? La tesis según la cual el sucesor de los apóstoles no es el obispo sino el canon bíblico es un claro rechazo del concepto de Iglesia católica. Al mismo tiempo, sin embargo, se pretende que nosotros apliquemos este mismo concepto para definir a las Iglesias de la reforma. Francamente, es una lógica que no entiendo.

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Fuente: Il blog degli amici di Papa Ratzinger


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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1 Comentarios:

anagasto ha dicho

Veo que en esta "buhardilla" se traduce. Es lo que hay que hacer. Domino mal el español, pero también lo he intentado.

Sin embargo, a ver si me equivoco pensando que los españoles no quieren leer. Pensé que no se fían de la palabra impresa. ¿Creen que lo hablado es más sólido?

Conozco a varios españoles que leen novelas tipo bestseller, pero creo que no conozco a ninguno que lea libros de tipo profesional o teórico.